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viernes, noviembre 10, 2006

Para que los esfuerzos por entrenar dejen de serlo

¿Pedimos ilusión? Pues demos cariño
Por J.A. del Río
(texto sacado de la página de Tarso)
a
De la lectura de esa serie de artículos que ha empezado mi compañero y amigo, Juan Cerdá, referentes a esos tiempos en que todos éramos mejores-y especialmente más jóvenes-, me salió la idea del presente escrito. Sí, porque yo también tengo mis recuerdos y también me gusta comparar pasado y presente, no por nostalgia sino por extraer de la comparación resultados positivos.

Pero junto a ese tardío debut como infantil en el desaparecido campo de tierra del Santo Ángel-dos minutos que apenas si permitieron manchar mis flamantes " Keds "-, siempre me he quedado con esos horarios de entrenamientos, los únicos posibles en un colegio como el histórico La Salle Josepets, con una sola pista fin una docena de equipos. A las siete de la mañana, con el hermano Estivill-hoy sólo profesor de ignorado paradero-al frente, una decena de chavales nos enfrentamos a las veleidades del clima, no siempre propicio, en nuestros primeros pasos por el " ABC " cestista.
Finalizando el viaje mental en el tiempo, todo este preámbulo sirve de obligada introducción al tema de la ilusión de los jugadores al empezar la década de los ochenta. ¿Cuántas veces no hemos oído a los jugadores jóvenes, juveniles e incluso menores, quejarse de los horarios de entrenamiento o de las condiciones de la pista o de las pelotas? Normal, suele responderse, los tiempos cambian y, ante el mayor número de distracciones y posibilidades económicas de los jóvenes de hoy, sólo practicarán deporte si resulta cómodo para ellos, si no les cuesta ningún sacrificio excesivo el someterse a una disciplina de equipo. Tener que pasar frío en una cancha descubierta y trasnochar, o madrugar, en exceso está reñido, al parecer, con una asistencia cumplida y puntual de los jugadores a su cita con el entrenador.
¿Es esto cierto al cien por cien? Basándonos en nuestra experiencia cabe decir que si en una alarmante mayoría de los casos. Sin embargo, y rebuscando en mi agenda personal, hay indicios de que esta situación puede ser provocada, consciente o inconscientemente, por la propia idiosincrasia de nuestro deporte. O de los entrenadores, que viene a ser lo mismo.
Resulta que el firmante, al despedirse activamente del baloncesto más por motivos de estatura que de edad, se encontró de pronto, en el Instituto Nacional de Educación Física, vulgo INEF, con el rugby. Ninguno de los que aquí iniciaban hace unos seis años los estudios de educación física, en la primera promoción barcelonesa, conocíamos el deporte más que a través de esos televisados encuentros de las Cinco Naciones.
Claro que allí estaba un José Antonio Sancha, más educador qué profesor o entrenador, capaz de meternos el gusanillo en el cuerpo hasta el punto de hacernos abrazar plenamente la filosofía de este deporte, menos bruto y más técnico-táctico de lo que la gente piensa. Nació así el equipo de los " Osos Mrachosos ", del que me enorgullezco de ser uno de los fundadores, con un lema: " El rugny, un modo de hacer amigos ".
Y-¡Oh, increíble " revival"!-, me encuentro ahora, cercano a la treintena, levantándome a las 6 de la mañana para ir a Esplugas a entrenar a las siete, a placar y empujar la melé al aire libre, con un " viruji, " en esta época del año que para que les cuento. Junto a mí, otros cuarenta compañeros, todos bastante más jóvenes, campeones la mayoría de ellos en las más variadas especialidades deportivas-atletismo, natación, piraguismo, balónmano, etc.-e incluso una veintena de mozuelas, adelantadas de este deporte en España dentro de su vertiente femenina.
¿Por qué? ¿Qué tiene El rugby que no pueda tener el baloncesto? Especialmente, unión, amistad, entre los que lo practican. ¿O es que no han leído una y mil veces la increíble soledad de esos jóvenes jugadores, promesas de futuras " torres ", que emigran de sus pueblos a uno de los clubes grandes en busca de fama y dinero? Esta inadaptación primera podría ser motivada, en parte, por eso, por el propio dinero que incita a unas ridículas comparaciones entre los que defienden la misma camiseta.
Entrenar con ilusión. He ahí una de las preocupaciones de los entrenadores respecto a sus jugadores. Si lo consiguen, se consideran, no sin razón, como unos perfectos triunfadores. El problema es que muy pocas veces se produce esto, que casi siempre el jugador se queda solo, a mitad de camino entre un preparador excesivamente preocupado por triunfos y rendimientos y unos compañeros con ansias únicamente de jugar más que nadie. Es una competitividad, casi siempre mal entendida, que hace que tantos y tantos jugadores finalicen su contacto con el baloncesto al despedirse activamente de él. Ha sido, para ellos, un modo de no echar una barriga temprana. Casi nunca, una filosofía de vivir.
Si pedimos ilusión, demos cariño. Todos, directivos, entrenadores, delegados, jugadores, árbitros incluso, tenemos la obligación de ir más allá del simple enseñar un juego o un deporte, según los casos. Enseñarnos a amar el baloncesto, formemos jugadores que vayan por la vida presumiendo de serlo. Entonces, los sacrificios por jugar dejarán de serlo.